Corazones En El Sepulcro (2013).
Durante su niñez, Alberto Passalaqua se
sintió fascinado por los objetos brillantes como un cuervo. Tal vez porque, en
su casa, su madre había hecho todo lo posible por satisfacer su instinto de
propiedad, o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más
profundos y aún oscuros. Sentíase
asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos brillantes
más diversos: un bolígrafo Parker de oro, un plato hondo de plaqué,
cadenas pesadas y bolitas de metal, relojes; cualquier fruslería de éstas
exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada;
y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta
e insaciable complacencia.
Alberto tenía en su casa toda una estancia
para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o
enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o
que apenas habían perdido dicha condición, según su adquisición fuese reciente
o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se
encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o
ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo,
Alberto se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo
tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como un pecado
que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera tiempo de sentir
remordimiento. Pero, entre todos los objetos, el que atesoraba de una
manera especial, por el valor sentimental que poseía, era su medallita del
Espíritu Santo.
Era pasada la medianoche y una luz
mortecina iluminaba débilmente el rincón de la habitación donde la mujer yacía convaleciendo. La
vida de la señora Passalaqua se extinguía lentamente como la llama de la
vela sobre la mesa de noche que amoblaba el recinto. Se trataba de una
enfermedad mortal, un cáncer avanzado al fémur, que poco o a poco carcomía
el cuerpo avejentado de la moribunda. Habían pasado ya varios meses desde
que los doctores la habían desahuciado y ella había aceptado su progresiva
agonía con bastante resignación para tratarse de una mujer relativamente
joven. Alberto era su único hijo, y para ese entonces era un niño de once años
que había sobrellevado esta enfermedad con infantil estoicismo.
Una de las memorias más tempranas se
refería a su madre mientras ella se sentaba peinando su propio pelo sobre cuero cabelludo y
cuello. Ella pasaba el peine de madera a través de los rizos con esa
sensual posesividad de todas las madres. Ella estaba orgullosa de él, y él
estaba orgulloso de tener su orgullo.
---Acércate, Beto. Tengo algo para ti-
murmuró la moribunda con un hilo de voz.
---No hables, mamá. Estás muy débil- el
niño Alberto respondió con el alma que se le partía en mil fragmentos.
---Es importante, Beto. De cualquier modo,
pronto moriré.
De pronto sacó de entre sus trajes un
objeto. Se trataba de una medalla de plata con el Espíritu Santo grabado en ella.
---Consérvala y nunca te separes de ella.
Te protegerá de cualquier peligro y te hará un hombre de bien. Está bendecida por el Papa.
A los pocos minutos, la moribunda exhaló
su último aliento.
Pasaron los años y el niño que Alberto era
se hizo hombre. Un hombre duro y solitario, alejado de toda creencia religiosa. Alberto
Passalaqua creció en la casa de unos parientes cercanos, quienes
lo educaron como a un hijo. A pesar de que Alberto nunca tuvo una buena
relación con sus nuevos padres, siempre fue respetuoso y agradecido, y no
estuvo exento de sentirse como una carga en la familia. Su escepticismo
fue desvaneciéndose conforme pasaba el tiempo y en sus
múltiples conversaciones con diversos amigos sacó nuevas conclusiones que
lentamente hicieron que se convirtiera en un firme creyente. Tanto, que
formó parte del grupo de lectores de misa en una parroquia cerca de su
casa. Sus lecturas bíblicas hicieron que su fervor religioso se incrementara,
y su devoción llamaba la atención de amigos que siempre lo habían conocido
como un escéptico recalcitrante.
Uno de aquellos días en que Alberto
Passalaqua terminaba de cumplir su función como lector de misa, un hombre extraño lo abordó a las
afueras de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen.
---Alabado sea el Señor- profirió el
desconocido con un ligero acento francés.
---Amén- respondió Alberto, algo
mortificado por el abordaje.
---Permítame que me presente, caballero.
Mi nombre es Jean Baptiste Laforge, estudiante de Teología y seminarista.
Después de eso hizo una breve alusión de
carácter metafísico que Alberto no pudo entender.
---Hágame el favor, quiero que usted
conserve esto- dijo el seminarista, entregándole un rosario de cuentas de madera negra.
---Gracias, pero no puedo aceptarlo-
replicó Alberto aturdido.
---Le ruego que lo conserve como recuerdo.
---Una inexplicable clase de empatía lo
invadió entonces, y decidió inconscientemente corresponder con el obsequio. Entonces
hizo algo de lo que más tarde se arrepentiría. Sin pensarlo, sacó la
medalla del Espíritu Santo que le había dado su madre antes de morir y se la
entregó casi como un autómata.
---Tenga, usted también conserve esto.
Tiene mucho significado para mí, perteneció a mi madre, pero creo que mejor estará en sus manos.
---Mejor hagamos una cosa. Yo la
conservaré durante todo este día y mañana vendré a devolvérsela. No tiene necesidad de
separarse de un objeto tan preciado.
A la mañana siguiente, Alberto Passalaqua
se presentó en el lugar y a la hora que había quedado con el seminarista. Estuvo esperando
durante media hora y éste no aparecía. Los minutos pasaron y su espera
resultó inútil. Así regresó a su casa con un sentimiento de pérdida
estrujándole el corazón.
El tiempo transcurrió en fragmentos. Una
extraña sensación de vacío se apoderaba de Alberto, especialmente en las noches. Era
insoportable el cargo de conciencia por haberse desprendido de la medalla,
la cual había sustituido -como consuelo- por el rosario que llevaba a todas
partes, utilizándolo como cadena. A su vez, algo en el carácter de Alberto
había cambiado. Los objetos brillantes dejaron de interesarle,
deshaciéndose de ellos cada vez que un ropavejero le tocaba la puerta de
su casa ofreciéndole comprar objetos viejos en desuso. Ahora su interés se
enfocó en las armas, pero no las armas fingidas con que jugaban los niños,
los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales
de madera. Su obsesión se orientó hacia las armas de verdad, en las que
las ideas de amenaza, peligro y muerte; no están confinadas a una mera
semejanza de formas, sino que constituyen la razón primera y última de su
existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin
posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que, con pistolas
de los mayores, la muerte no sólo era posible sino inminente, como una
tentación frenada sólo por la prudencia. Alberto no tardó en darse cuenta
de que su nueva afición a las armas tenía unos orígenes más profundos y
oscuros que sus inocentes inclinaciones militares. Esta afición sublimaba la crueldad y agresividad que a veces sentía
contra los demás.
Alberto Passalaqua salió de su oficina y
se dirigió a casa por Aviación. No tomó el colectivo que lo llevaría a su destino, porque prefirió
ir caminando en la espléndida noche de verano. Al aproximarse a la zona
residencial de Las Torres de Limatambo, se topó con un individuo que
pedía ayuda tirado sobre la calzada. La gente pasaba por su costado y
nadie se dignaba a levantarlo, posiblemente pensarían que se trataba de un
mendigo despreciable de tantos que habían por las calles. Alberto se
acercó al desconocido y lo ayudó a levantarse. Éste se encontraba vestido con
una sucia gabardina y tenía una barba larga e igualmente sucia.
---Gracias flaquito- balbuceó el extraño.
-Eres el único que se ha apiadado de mí.
---¿Qué le ocurrió, señor? ¿Se encuentra
bien?
---Estaba caminando cuando sentí un mareo
y vi cómo el mundo desaparecía de mi vista. Posiblemente me debe haber bajado la presión o algo así. A
propósito, ¿te gusta la poesía? ¿No te gustaría escuchar un poema?
---Si no me queda más remedio...- murmuró
Alberto en voz muy baja.
---Bueno, se titula “Satán Habla ”
Yo Soy La Naturaleza, La Poderosa Madre,
Yo Soy La Ley: No Tienes Otra,
Yo Soy La Flor Y El Rocío Fresco,
Yo Soy La Lujuria En Tu Piel Ardiendo,
Yo Soy La Pestilencia Y El Fragor De La
Batalla,
Yo Soy El Dolor Vacío De La Viuda,
Yo Soy El Mar Que Asfixia Tu Respiración,
Yo Soy La Bomba Y La Muerte Inminente,
Yo Soy La Verdad Y La Razón Aplastante,
Para Olvidar La Fantasía De Tu Traición De
Recién Nacido,
Yo Soy La Araña Tejiendo Su Red,
Yo Soy La Bestia Con Fauces Húmedas De
Sangre,
Yo Soy El Lobo Que Sigue Al Sol,
Y Te Atraparé Al Final Del Día.
---Tiene mucha carga emotiva, parece algo
de Baudelaire- comentó Alberto, que entendía algo
de poesía.
---C.S. Lewis. Tú no me conoces, pero yo
sé todo de ti.
Alberto Pasalacqua movió la cabeza en un
gesto de exclamación.
---Soy el que tiene muchos nombres, y te
digo que ya me cansé de pervertir a la humanidad. Ya colgué lo guantes. Quiero desaparecer y
volver a la nada. La existencia para mí ya no tiene sentido. Pero, a pesar
de eso, te confieso que a veces tengo miedo de ser como si nunca
hubiera sido en castigo por haber corrompido a la humanidad.
Al oír esto, Alberto se estremeció de pies
a cabeza, aunque no pudo entender con claridad el sentido de esas palabras. Tal vez se
trataba de un pobre lunático o de un peligroso delincuente.
Efectivamente, el desconocido le contó que
había estado preso durante varios años por intento de homicidio, y que hacía unos meses había
salido en libertad. Alberto temía estar manteniendo una conversación con
un ex convicto, pero éste parecía encontrarse muy agradecido y no se
mostraba peligroso. Posiblemente ya se había regenerado y buscaba un
cambio en su vida.
---Vamos a mi casa, te invito unos tragos-
dijo el ex convicto. -Es por acá cerca, a sólo unas cuadras de acá.
---De acuerdo, pero no me va a ser posible
quedarme por mucho tiempo.
Una fuerza más allá de sí mismo lo conminó
a aceptar la invitación. A Alberto le pareció como si esas últimas palabras no hubieran sido
suyas.
Al llegar a la casa del ex convicto, lo
primero que Alberto pudo notar fue que carecía de muebles y estaba iluminada sólo por la luz de las
velas. Advirtió además que las paredes estaban empapeladas con hojas del
Necronomicón, un monstruoso y antiquísimo libro de prácticas rituales para
invocar a los demonios, y que en todas las habitaciones se respiraba un
penetrante aroma a
incienso. Entonces se produjo el hallazgo.
Ahí mismo, en una de las paredes, colgaba una medalla grabada. Alberto Pasalacua se acercó y
advirtió que se trataba de la medalla que había sido suya. Aquella que
había casi regalado y cambiado por un rosario de madera.
Antes de que Alberto dijera nada, su
anfitrión se acercó a la pared y tomó el objeto.
---Perteneció a la persona que intenté
asesinar- dijo, sin que se le pregunte nada.
---¿Y cómo llegó a tus manos?
Las siguientes palabras se perdieron
detrás de una oscura y diabólica carcajada:
---¿No me recuerdas? Fuiste tú el que me
la obsequió. Sí, yo fui ese seminarista a quien le diste la medalla que perteneció a tu madre.
---Pero se trató de un préstamo. Nunca
regresaste a devolvérmela.
---Por eso estuve mil años en la cárcel
del olvido, por intento de homicidio. Tú fuiste la victima de mi patraña. Ahora, aunque sea un poco
tarde, te regreso tu medalla y así te devuelvo parte de la vida que te
había quitado.
En el siguiente momento, la cabeza del
hombre empezó a bullir como una tetera hirviendo. Una especie de líquido pegajoso en ebullición
fue secretado por su boca. Su cuerpo se empezó a sacudir en espasmos, como
producto de fuertes convulsiones. De pronto, como un trapo mojado en
gasolina al que se le arroja un fósforo, las llamas lo envolvieron. Y en
unos cuantos minutos el cuerpo desapareció dejando un fuerte olor a azufre
que llenó toda la habitación. La medalla sagrada cayó resplandeciendo a la
luz de las velas. Alberto, con agilidad felina, se lanzó, estirando su brazo atrapó
la medalla, y escapó de la casa antes que se consumiera en cenizas.