jueves, 26 de marzo de 2015

LA MEDALLA SAGRADA

Corazones En El Sepulcro (2013).


Durante su niñez, Alberto Passalaqua se sintió fascinado por los objetos brillantes como un cuervo. Tal vez porque, en su casa, su madre había hecho todo lo posible por satisfacer su instinto de propiedad, o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más profundos y aún oscuros. Sentíase asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos brillantes más diversos: un bolígrafo Parker de oro, un plato hondo de plaqué, cadenas pesadas y bolitas de metal, relojes; cualquier fruslería de éstas exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada; y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta e insaciable complacencia.

Alberto tenía en su casa toda una estancia para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o que apenas habían perdido dicha condición, según su adquisición fuese reciente o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo, Alberto se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como un pecado que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera tiempo de sentir remordimiento. Pero, entre todos los objetos, el que atesoraba de una manera especial, por el valor sentimental que poseía, era su medallita del Espíritu Santo.

Era pasada la medianoche y una luz mortecina iluminaba débilmente el rincón de la habitación donde la mujer yacía convaleciendo. La vida de la señora Passalaqua se extinguía lentamente como la llama de la vela sobre la mesa de noche que amoblaba el recinto. Se trataba de una enfermedad mortal, un cáncer avanzado al fémur, que poco o a poco carcomía el cuerpo avejentado de la moribunda. Habían pasado ya varios meses desde que los doctores la habían desahuciado y ella había aceptado su progresiva agonía con bastante resignación para tratarse de una mujer relativamente joven. Alberto era su único hijo, y para ese entonces era un niño de once años que había sobrellevado esta enfermedad con infantil estoicismo.

Una de las memorias más tempranas se refería a su madre mientras ella se sentaba peinando su propio pelo sobre cuero cabelludo y cuello. Ella pasaba el peine de madera a través de los rizos con esa sensual posesividad de todas las madres. Ella estaba orgullosa de él, y él estaba orgulloso de tener su orgullo.

---Acércate, Beto. Tengo algo para ti- murmuró la moribunda con un hilo de voz.
---No hables, mamá. Estás muy débil- el niño Alberto respondió con el alma que se le partía en mil fragmentos.
---Es importante, Beto. De cualquier modo, pronto moriré.

De pronto sacó de entre sus trajes un objeto. Se trataba de una medalla de plata con el Espíritu Santo grabado en ella.

---Consérvala y nunca te separes de ella. Te protegerá de cualquier peligro y te hará un hombre de bien. Está bendecida por el Papa.

A los pocos minutos, la moribunda exhaló su último aliento.

Pasaron los años y el niño que Alberto era se hizo hombre. Un hombre duro y solitario, alejado de toda creencia religiosa. Alberto Passalaqua creció en la casa de unos parientes cercanos, quienes lo educaron como a un hijo. A pesar de que Alberto nunca tuvo una buena relación con sus nuevos padres, siempre fue respetuoso y agradecido, y no estuvo exento de sentirse como una carga en la familia. Su escepticismo fue desvaneciéndose conforme pasaba el tiempo y en sus múltiples conversaciones con diversos amigos sacó nuevas conclusiones que lentamente hicieron que se convirtiera en un firme creyente. Tanto, que formó parte del grupo de lectores de misa en una parroquia cerca de su casa. Sus lecturas bíblicas hicieron que su fervor religioso se incrementara, y su devoción llamaba la atención de amigos que siempre lo habían conocido como un escéptico recalcitrante.

Uno de aquellos días en que Alberto Passalaqua terminaba de cumplir su función como lector de misa, un hombre extraño lo abordó a las afueras de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen.

---Alabado sea el Señor- profirió el desconocido con un ligero acento francés.
---Amén- respondió Alberto, algo mortificado por el abordaje.
---Permítame que me presente, caballero. Mi nombre es Jean Baptiste Laforge, estudiante de Teología y seminarista.

Después de eso hizo una breve alusión de carácter metafísico que Alberto no pudo entender.

---Hágame el favor, quiero que usted conserve esto- dijo el seminarista, entregándole un rosario de cuentas de madera negra.
---Gracias, pero no puedo aceptarlo- replicó Alberto aturdido.
---Le ruego que lo conserve como recuerdo.
---Una inexplicable clase de empatía lo invadió entonces, y decidió inconscientemente corresponder con el obsequio. Entonces hizo algo de lo que más tarde se arrepentiría. Sin pensarlo, sacó la medalla del Espíritu Santo que le había dado su madre antes de morir y se la entregó casi como un autómata.
---Tenga, usted también conserve esto. Tiene mucho significado para mí, perteneció a mi madre, pero creo que mejor estará en sus manos.
---Mejor hagamos una cosa. Yo la conservaré durante todo este día y mañana vendré a devolvérsela. No tiene necesidad de separarse de un objeto tan preciado.

A la mañana siguiente, Alberto Passalaqua se presentó en el lugar y a la hora que había quedado con el seminarista. Estuvo esperando durante media hora y éste no aparecía. Los minutos pasaron y su espera resultó inútil. Así regresó a su casa con un sentimiento de pérdida estrujándole el corazón.

El tiempo transcurrió en fragmentos. Una extraña sensación de vacío se apoderaba de Alberto, especialmente en las noches. Era insoportable el cargo de conciencia por haberse desprendido de la medalla, la cual había sustituido -como consuelo- por el rosario que llevaba a todas partes, utilizándolo como cadena. A su vez, algo en el carácter de Alberto había cambiado. Los objetos brillantes dejaron de interesarle, deshaciéndose de ellos cada vez que un ropavejero le tocaba la puerta de su casa ofreciéndole comprar objetos viejos en desuso. Ahora su interés se enfocó en las armas, pero no las armas fingidas con que jugaban los niños, los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales de madera. Su obsesión se orientó hacia las armas de verdad, en las que las ideas de amenaza, peligro y muerte; no están confinadas a una mera semejanza de formas, sino que constituyen la razón primera y última de su existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que, con pistolas de los mayores, la muerte no sólo era posible sino inminente, como una tentación frenada sólo por la prudencia. Alberto no tardó en darse cuenta de que su nueva afición a las armas tenía unos orígenes más profundos y oscuros que sus inocentes inclinaciones militares. Esta afición sublimaba la crueldad y agresividad que a veces sentía contra los demás.

Alberto Passalaqua salió de su oficina y se dirigió a casa por Aviación. No tomó el colectivo que lo llevaría a su destino, porque prefirió ir caminando en la espléndida noche de verano. Al aproximarse a la zona residencial de Las Torres de Limatambo, se topó con un individuo que pedía ayuda tirado sobre la calzada. La gente pasaba por su costado y nadie se dignaba a levantarlo, posiblemente pensarían que se trataba de un mendigo despreciable de tantos que habían por las calles. Alberto se acercó al desconocido y lo ayudó a levantarse. Éste se encontraba vestido con una sucia gabardina y tenía una barba larga e igualmente sucia.

---Gracias flaquito- balbuceó el extraño. -Eres el único que se ha apiadado de mí.
---¿Qué le ocurrió, señor? ¿Se encuentra bien?
---Estaba caminando cuando sentí un mareo y vi cómo el mundo desaparecía de mi vista. Posiblemente me debe haber bajado la presión o algo así. A propósito, ¿te gusta la poesía? ¿No te gustaría escuchar un poema?
---Si no me queda más remedio...- murmuró Alberto en voz muy baja.
---Bueno, se titula “Satán Habla ”

Yo Soy La Naturaleza, La Poderosa Madre,
Yo Soy La Ley: No Tienes Otra,
Yo Soy La Flor Y El Rocío Fresco,
Yo Soy La Lujuria En Tu Piel Ardiendo,
Yo Soy La Pestilencia Y El Fragor De La Batalla,
Yo Soy El Dolor Vacío De La Viuda,
Yo Soy El Mar Que Asfixia Tu Respiración,
Yo Soy La Bomba Y La Muerte Inminente,
Yo Soy La Verdad Y La Razón Aplastante,
Para Olvidar La Fantasía De Tu Traición De Recién Nacido,
Yo Soy La Araña Tejiendo Su Red,
Yo Soy La Bestia Con Fauces Húmedas De Sangre,
Yo Soy El Lobo Que Sigue Al Sol,
Y Te Atraparé Al Final Del Día.

---Tiene mucha carga emotiva, parece algo de Baudelaire- comentó Alberto, que entendía algo
de poesía.
---C.S. Lewis. Tú no me conoces, pero yo sé todo de ti.

Alberto Pasalacqua movió la cabeza en un gesto de exclamación.

---Soy el que tiene muchos nombres, y te digo que ya me cansé de pervertir a la humanidad. Ya colgué lo guantes. Quiero desaparecer y volver a la nada. La existencia para mí ya no tiene sentido. Pero, a pesar de eso, te confieso que a veces tengo miedo de ser como si nunca hubiera sido en castigo por haber corrompido a la humanidad.

Al oír esto, Alberto se estremeció de pies a cabeza, aunque no pudo entender con claridad el sentido de esas palabras. Tal vez se trataba de un pobre lunático o de un peligroso delincuente.

Efectivamente, el desconocido le contó que había estado preso durante varios años por intento de homicidio, y que hacía unos meses había salido en libertad. Alberto temía estar manteniendo una conversación con un ex convicto, pero éste parecía encontrarse muy agradecido y no se mostraba peligroso. Posiblemente ya se había regenerado y buscaba un cambio en su vida.

---Vamos a mi casa, te invito unos tragos- dijo el ex convicto. -Es por acá cerca, a sólo unas cuadras de acá.
---De acuerdo, pero no me va a ser posible quedarme por mucho tiempo.
Una fuerza más allá de sí mismo lo conminó a aceptar la invitación. A Alberto le pareció como si esas últimas palabras no hubieran sido suyas.

Al llegar a la casa del ex convicto, lo primero que Alberto pudo notar fue que carecía de muebles y estaba iluminada sólo por la luz de las velas. Advirtió además que las paredes estaban empapeladas con hojas del Necronomicón, un monstruoso y antiquísimo libro de prácticas rituales para invocar a los demonios, y que en todas las habitaciones se respiraba un penetrante aroma a
incienso. Entonces se produjo el hallazgo. Ahí mismo, en una de las paredes, colgaba una medalla grabada. Alberto Pasalacua se acercó y advirtió que se trataba de la medalla que había sido suya. Aquella que había casi regalado y cambiado por un rosario de madera.

Antes de que Alberto dijera nada, su anfitrión se acercó a la pared y tomó el objeto.

---Perteneció a la persona que intenté asesinar- dijo, sin que se le pregunte nada.
---¿Y cómo llegó a tus manos?

Las siguientes palabras se perdieron detrás de una oscura y diabólica carcajada:

---¿No me recuerdas? Fuiste tú el que me la obsequió. Sí, yo fui ese seminarista a quien le diste la medalla que perteneció a tu madre.
---Pero se trató de un préstamo. Nunca regresaste a devolvérmela.
---Por eso estuve mil años en la cárcel del olvido, por intento de homicidio. Tú fuiste la victima de mi patraña. Ahora, aunque sea un poco tarde, te regreso tu medalla y así te devuelvo parte de la vida que te había quitado.

En el siguiente momento, la cabeza del hombre empezó a bullir como una tetera hirviendo. Una especie de líquido pegajoso en ebullición fue secretado por su boca. Su cuerpo se empezó a sacudir en espasmos, como producto de fuertes convulsiones. De pronto, como un trapo mojado en gasolina al que se le arroja un fósforo, las llamas lo envolvieron. Y en unos cuantos minutos el cuerpo desapareció dejando un fuerte olor a azufre que llenó toda la habitación. La medalla sagrada cayó resplandeciendo a la luz de las velas. Alberto, con agilidad felina, se lanzó, estirando su brazo atrapó la medalla, y escapó de la casa antes que se consumiera en cenizas.


Surco, Diciembre del 2002

LUNES 3:00 P.M.

Corazones En El Sepulcro (2013)



And you never knew
how much I really liked you,
because I never even told you
oh, and I meant to
Are you still there...?

Back to the Old House - The Smiths

---Aló.
---Aló, ¿se encuentra Marcela? Por favor.
---Sí, soy yo. ¿De parte de quién?
---Hola Marcela. ¿Qué tal? Te saluda Pablo Valcárcel, tu amigo de La Aurora. Te acuerdas de mí, ¿no?
---¡Ah... Pablo! ¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida?
---Ahí bien. Estoy estudiando filosofía en la San Marcos. Quiero ser maestro. Dediqué unos años a escribir poesía y algunas veces he intentando tocar con un grupo de amigos. Nada muy interesante, como verás.
---Me encanta la poesía ¿Qué clase de poesía?
---Un tanto depresiva. Dime, Marcela ¿Te gustaron las flores?
---¿Qué flores?
---¿Recuerdas un 14 de febrero día de San Valentín...?
---¡¿...Fuiste tú?! Yo pensé que había sido mi enamorado.
---Háblame de ti.
---Mmmm. ¿Qué te puedo decir? Estoy terminando mi carrera de psicología y pienso hacer un postgrado en Australia. Hace poco que he entrado a trabajar a un casino. No me va mal. Como ves, mi vida tampoco es muy interesante.
---¿Cuándo nos vemos? Hace ya tanto tiempo desde la última vez... ¿Piensas ir al concierto de Foreigner?
---No creo, tengo que estudiar. ¿Por qué no vienes a visitarme?
---Claro. Tú dirás cuándo.
---El lunes a las tres de la tarde.
---Muy bien, entonces el lunes estoy a esa hora por tu casa.
---Ok. Adiós, Pablo.
---Adiós, Marcela. Hasta entonces.


Así concluyó la conversación telefónica más larga y reconfortante que había sostenido alguna vez con una linda chica. Un rato más tarde, pintado con plumón rojo en el espejo de la pequeña salita de estar, resplandecía un corazón que en su interior decía: Lunes 3:00 P.M.

II

Al ingresar a una tienda de mascotas de la Av. Conquistadores, recordaba mis años de infancia en La Aurora, cuando era feliz, jugando con el perrito faldero “Pelé”, coleccionando peces de acuario, criando hámsters y otros animales. Fue entonces cuando nos conocimos y nos hicimos buenos amigos, porque ya ambos teníamos algo en común: el amor por la naturaleza.

Entre cuatro paredes de vidrio, un gracioso roedor, revoloteaba en su rueda. Su piel era color caramelo; y su cabellera, larga y sedosa. Esa imagen despertó en mí una ternura que hasta entonces creía olvidada.

---¿Que precio tiene este machito? ---pregunté a una señora de anteojos con aspecto de bióloga o veterinaria.
---Sabes, estos animalitos requieren de ciertos cuidados especiales. ---respondió la señora un poco desconfiada. ---¿Conoces las reglas?
---No se preocupe, ---dije para tranquilizarla ---hace mucho que he tenido hámsters.
---Bueno, entonces te lo encomiendo ---dijo la vendedora. ---Sé que contigo estará en buenas manos.

Lo que más me atraía de mi nuevo amiguito era su docilidad. En los pocos días que estuvimos juntos traté de darle todo mi afecto y cariño. Lo acostumbré a vivir fuera de su jaula y libre. Sólo lo encerraba para dormir o cuando iba a hacer sus necesidades. Porque estos roedores -en contra de lo que cualquiera puede pensar- suelen ser muy higiénicos. Sin embargo, tenía que pasar por alto las protestas de mi madre, quien le tenía cierta aversión y solía decir que estos “ratoncitos” se comían la ropa. En verdad, sentía como si debiera responsabilizarme por el cuidado de un infante, pero la diferencia era que éste parecía ser diez veces más rápido y listo que cualquier otro.

---Te llamarás Pichino--- le dije, solemnemente besando la suavidad de su piel.

III

Mi familia acostumbraba pasar los domingos en casa de mi hermana, ubicada en la zona residencial de Los Cedros de Villa. En cierta ocasión, después de almorzar, cuando mis sobrinas ya habían hecho su presentación de canto, danza y teatro; tuve una conversación con mi amiguita Andrea (quien a sus quince años era muy precoz y entendida en asuntos del corazón). Durante la plática, saqué a relucir la gloriosa conversa telefónica que había sostenido con la chica de la cual creía haberme enamorado hacía ya tanto tiempo -con la inocencia de un niño de trece años que recién despierta a los misteriosos caminos de la adolescencia, y a quien al poco tiempo perdería, al mudarse ella a otro vecindario.

---Me parece que conozco a esa chica. ¡Es linda! Yo la he visto en el casino--- dijo Andrea entusiasta y luego hizo una breve descripción de la susodicha.
---Definitivamente se trata de la misma persona. ¿Y ahora que se supone que debo hacer?--- pregunté sorprendido y confundido al mismo tiempo.
---Sigue estos sabios consejos y no te arrepentirás--- dijo Andrea con voz de vieja. Me recordó a una pitonisa de esas que predicen el futuro. ---Presta mucha atención. Primero búscate un lazo rojo y colócaselo al hámster que quieres regalarle. Segundo: escribe un poema pensando en ella.
---¿Y tercero? ---pregunté con ansiedad.
---El tercer consejo está dentro de ti---- dijo Andrea misteriosamente y ése fue el fin de la conversación.

Más tarde, mi hermano político Alfredo me preguntó:
---¿Por qué no estas yendo a trabajar?
---En estos días me he sentido un poco indispuesto, Alf--- respondí de mala gana, ---creo que tengo alergia a ese tipo de trabajos. En esa compañía de yankees los gerentes son unos explotadores y el personal administrativo son una sarta de incapaces, de ineptos. Y eso de que una chica sea mi jefa, un poco que hiere mi orgullo. Mañana tengo una cita con una vieja amiga y por ningún motivo pienso faltar.
---Escúchame, cuñadito--- dijo Alf ---. Anda a trabajar. Si no vas el lunes es muy probable que te despidan. Hazme caso, en este tipo de compañías es así. Primero empiezas desde abajo y luego te van ascendiendo.
---En verdad, no sé qué decirte--- dije disconforme. ---Creo que voy presentar mi carta de renuncia y dejar mi curriculum vitae a la compañía de la competencia.
---No vayas a la cita--- dijo Alf, tratando de convencerme. ---Las chicas son básicamente todas
iguales. Con plata en el bolsillo, cualquiera truena los dedos y solitas vienen una por una en fila.
---Voy a pensarlo--- respondí para complacerlo.

IV

En la mañana del lunes, me desperté inquieto. El tercer consejo me había dejado pensando.

Preparé a mi amiguito el roedor, con un vistoso lazo rojo y unas gotas de mi colonia. Busqué en el guardarropa uno de mis mejores trajes y me arreglé como el chico yuppie que nunca había sido. ---Qué dirían mis amigos si me vieran haciendo estas cosas--- me decía a mí mismo. ---Seguramente sería la burla del vecindario. Me sentía ridículo haciendo ese tipo de cosas. En tres minutos, compuse el poema más pobre y alborotado de todos los que jamás había escrito. De aquel apurado poema, en verdad ya ni me acuerdo. La idea más o menos divagaba en algo por el estilo:

Adolescentes, tímidos y enamorados,
nuestros caminos estarán entrelazados
o seguirán siendo caminos cruzados
nuestros ojos serán encontrados.

Allí estaba el hámster bien coquetón, con su lazo rojo y perfumado. Parecía marica el pobrecito.

No me hubiera gustado estar dentro de su pellejo. Lo observaba y me reía de mí mismo. ---¿Cómo puedo ser tan cursi?--- me decía. Después de todo, Alfredo podría tener razón con lo de las chicas. Y además, estaba corriendo el riesgo de ser despedido de un trabajo en el cual había depositado muchas expectativas. Mientras tanto, el tercer consejo me tenía envuelto en cavilaciones. Y la noche anterior casi no había dormido. ¡Todo lo que un cretino tiene que hacer en nombre del amor!

---¿Que puede ser aquello que está dentro de mí?--- pensé. ---¿Acaso no es aquello que está dentro de mí lo que más amo? ¿Y qué es lo que más amo? ¿Será acaso aquello sin lo que no puedo vivir? ¿Hipótesis, conjeturas, meras cojudeces? Allí debe estar la respuesta. Piensa Edipo, o la esfinge de tu curiosidad te va a hacer mierda. Analízate, cuestiónate. Tú que crees conocerte tanto, ¿qué te dicta la voz de tu conciencia? ¿Acaso no eres un melómano empedernido? Efectivamente, sin la música no eres nada. Podrías vivir privado de todo, pero preferirías morir a quedarte sin tu música. ¡Eureka!

Busque entre mis cintas alguna respuesta. Sólo encontraba cintas de bandas como Metallica o Sepultura, las cuales había estado oyendo en esos meses en que mi espíritu se vestía de negro. Entre éstas, hubo principalmente dos que me dieron la pista que tanto buscaba. ¡Y vaya qué pista! Eran dos bandas británicas que fueron mis pilares musicales por varios años. La primera era The Smiths, el álbum era el Louder Than Bombs, una recopilación que hizo historia en la segunda mitad de la década de los 80s (con la voz aterciopelada de Morrissey, el poeta de los adolescentes). La segunda era Cocteau Twins, los pioneros de la música etérea, con su álbum más romántico, sensual y vaporoso -Heaven Or Las Vegas, que incluía mi tema favorito, “I Wear Your Ring”. Bonito fondo musical para una noche de romance. Sutil, pero convincente.

Eran cerca de las tres de la tarde del lunes y me dirigía hacia Valle Hermoso. Con el roedor y su lazo rojo entre mis manos, un poema estúpido, dos de mis cintas más queridas y mi amor reprimido por más de diez años; dispuesto a declararme o morir en el intento.
---Es ahora o nunca--- me dije. ---Ya es suficiente, me tengo que sacar este clavo.

Al llegar a la casa que empezaba a recordar, con la puntualidad inglesa que me caracteriza, me sentía como un maniquí de feria. Me paré frente a la puerta, respiré profundamente y toqué el timbre. Para mi sorpresa, Marcela no abrió la puerta, como había esperado. Una empleada domestica, con cara de buena gente, acudió a mi llamado.

---Hola. ¿Se encuentra Marcela?--- pregunté un poco nervioso.
---No, ha salido con su exnovio hace cinco minutos--- respondió la muchacha.
---¡Pero cómo, si ella me dijo que viniera a las tres!--- exclamé desconcertado.
---Pero si desea puede pasar--- invitó la sirvienta.
Me preguntaba que habría pensado la chica al verme ahí parado tieso como una estatua y con un pericote entre las manos.
---¿Dónde puedo dejarle estas cosas?--- pregunté confundido.
---Por allá en la sala de estar--- respondió la chica y me condujo hacia ella. Dejé el hámster dentro de su caja y me quedé con las cintas y el poema ridículo.
---¿Quieres que le deje algún recado?--- preguntó la sirvienta diligentemente.
---Bueno, sí. Sólo dile que vine a la hora que habíamos quedado y que le dejé un pequeño presente--- contesté perturbado, y luego me despedí y abandoné la casa. 

Al cruzar el umbral de la puerta, eché una mirada al cielo de Valle Hermoso, suspiré y exclamé resignado:

---¡Todo lo que le púede suceder a uno por falta de ex...periencia!


San Borja, Junio de 1997

CORAZONES EN EL SEPULCRO



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